A 105 años del Genocidio Armenio

Jorge Himitian

24/04/2020

El 24 de abril de 1915, miles de armenios sospechados de albergar sentimientos nacionales hostiles al gobierno otomano fueron detenidos. El 26 de mayo de ese año una ley autorizó deportaciones “por razones de seguridad interior».

La población armenia de Anatolia y Cilicia se vio forzada al exilio. Se estima que un millón y medio de armenios fueron muertos en sus tierras y durante la deportación entre 1915 y 1917.

En 1965, Uruguay fue el primer país del mundo en reconocer el genocidio armenio. En la actualidad 22 países (de los 193 que pertenecen a la ONU) reconocen la masacre, entre ellos la Argentina. Se estima que en la diáspora hay dispersos unos ocho millones de armenios, en tanto que en Armenia hoy viven menos de dos millones y medio de personas.

Mi testimonio

Mi abuelo paterno, Misak Himitian, vivía en Aintab. Como era zapatero, fue obligado por los turcos a permanecer en prisión domiciliaria fabricando botas para su ejército. Por eso se salvó de la deportación.

Mi abuelo materno, Movsés Boronsouzian, también de Aintab, con quince años de edad fue llevado a la deportación, junto con sus padres y hermanos y con los pobladores de Aintab, los que se estimaban en unas diez mil personas. Después de un par de meses, cuando solo quedaban vivos unos 800 de ellos, Movsés, previendo que el fin de todos era la muerte, arriesgó su vida y consiguió escapar del campamento de los deportados en una noche de intensa lluvia.

Yo me crié escuchando estas historias de boca de mis padres y abuelos. Mi madre también nos leía libros con relatos sobre el genocidio. Y todo eso fue generando en mí sentimientos de odio hacia los turcos.

Aproximadamente en 1980, en un retiro espiritual de pastores en Buenos Aires, mientras orábamos a Dios por diferentes naciones, Dios me mostró que el pueblo armenio tenía dos fuertes ataduras espirituales. La primera: la incredulidad, la que había surgido en el corazón de muchos armenios a causa de cuestionar a Dios por no haberlos librado de la masacre. Y la segunda: el odio hacia los turcos. Pero en ese momento descubrí que yo, aunque era cristiano y pastor, tampoco había perdonado a los turcos en mi corazón. Renuncié a ese odio, y por medio de Jesús pude perdonar. Y no solo eso, sino que Dios llenó mi corazón de su amor hacia el pueblo turco.

Con el tiempo, comprendí que no todos los turcos son malos. Y que no todos los armenios son buenos.

A mi abuelo Movsés lo salvó un turco. Cuando escapó de aquél campamento, después de caminar varios días, hambriento y enfermo, llegó a un camino. Al poco tiempo vio acercarse un carro; y el que lo conducía era un turco. Aquel hombre, al notar su condición, tuvo misericordia de él, lo recogió, y secretamente lo llevó a su casa. Cuidó de él durante varios meses. Y cuando estuvo sano y repuesto, lo condujo con su carro hasta las montañas cercanas, le dio una mochila con pan y queso, y le dijo que si caminaba en cierta dirección, en unas dos semanas llegaría hasta la frontera con Siria. Así Movsés salvó su vida.

A la familia de mi abuela Vergine (que años después se casaría en Siria con Movsés) también la salvó un turco. Ella, junto con sus padres y hermanos, vivía en Guesaria. También fueron deportados al desierto. En un cruce de caminos el contingente dio con una plaza amurallada. Recibieron la orden de que todos entraran allí para pasar la noche. Supuestamente. En esa plaza los campesinos de la región solían vender sus productos o hacer trueque en tiempos de cosecha. Un turco se acercó al papá de Vergine y le dijo: «Quiero ayudarlos. Por favor, no entren a esa plaza. Cuando anochezca pasaré con este carro lleno de paja y los esconderé allí». Así salvó a mi bisabuelo Timurian y a sus seis hijos. Su esposa ya había fallecido durante la travesía. El turco los llevó a la montaña, les dio un canasto con alimentos, y los instruyó como llegar a la frontera con Siria. Esa noche se cerraron las puertas de la plaza amurallada con todos los armenios adentro, derramaron tambores de querosén y prendieron fuego a todos los deportados. (Todo esto me lo contó personalmente, hace unos 40 años, mi abuela Vergine, en Pasadena, EE.UU., donde falleció a los 99 años de edad).

Después de que fui liberado de mi odio, estuve esperando durante años poder encontrarme con algún turco para agradecerle, y para contarle como dos turcos, en diferentes lugares, habían salvado la vida de mi abuela Vergine y de quien se convertiría luego en su esposo, mi abuelo Movsés. Ellos fueron los padres de mi madre.

Unos diez o quince años después, un día en el que yo volvía del sur de Argentina por la Ruta 2 junto con otros dos pastores, en una estación de servicio, a la altura de la ciudad de Dolores, me encontré con una familia turca que estaba haciendo turismo en Argentina. Me acerqué a la mesa y les pedí permiso para sentarme con ellos. Les conté la historia de mis abuelos, y tomándolos como representantes de todos los turcos les agradecí de corazón. Fue un día memorable.

Ahora consideremos lo más importante: la palabra de Dios

Jesús, en el Sermón del Monte, nos enseñó tres cosas:

1. A perdonar a los que nos han hecho mal

2. A amar a nuestros enemigos

3. A asumir nuestra responsabilidad de ser la luz del mundo

El Sermón del monte (Mateo capítulos 5, 6 y 7) era considerado por los cristianos de los primeros siglos como el catecismo de la iglesia. Es decir, las enseñanzas básicas que todos los que se convertían a Cristo debían aprender y practicar.

1. Perdonar

Todos conocemos el Padre Nuestro, y es allí donde Jesús nos enseña que para ser perdonados por Dios primero debemos perdonar a los que nos han hecho mal.

Mateo 6.12: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

Y al final de la oración el único tema que vuelve a retomar es el de perdonar.

Mateo 6.14-15: Porque si perdonan a los hombres sus ofensas, su Padre celestial también les perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los hombres, tampoco su Padre les perdonará sus ofensas.

La enseñanza de Jesús resulta muy clara: Debemos perdonar a los que nos hicieron daño, si es que arrastramos el odio hasta el día de hoy por todos los males que nos han hecho. Y si perdonamos, seremos perdonados por Dios.

Solos no lo lograremos. Pero con Cristo, podemos perdonar. Podemos declarar como el apóstol Pablo: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4.13).

2. Amar a nuestros enemigos

Considero que éste es el punto más alto de todas las enseñanzas de Cristo.

Mateo 5. 43-45: Ustedes han oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen, hagan bien a los que los odian, y oren por quienes los persiguen, para que sean ustedes hijos de su Padre que está en los cielos.

No existe en el Antiguo Testamento ningún mandamiento en el que Dios diga que hay que odiar a los enemigos. Esa fue una deducción equivocada hecha por los fariseos, la que enseñaban como si constituyera parte de la Ley.

Queridos hermanos: Nosotros somos cristianos. No somos musulmanes ni fariseos. Somos seguidores de Cristo. Debemos reafirmar nuestra identidad como cristianos. Por lo tanto, no solo debemos perdonar a nuestros enemigos, sino amarlos, bendecirlos, hacerles bien y orar por ellos. Esto es ser cristianos.

3. Ser la luz del mundo

Mateo 5.14: Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad asentada sobre un monte no puede ser escondida.

Tenemos la sagrada misión de llevar la luz de Cristo y su salvación a todas las naciones de la tierra.Como armenios, muchas veces cometimos el error de unir la fe a la nacionalidad. De este modo, muchas veces perdemos la visión de la dimensión universal del evangelio. Jesús dijo: Id y haced discípulos a todas las naciones…

Judas Tadeo y Bartolomé, dos de los doce apóstoles de Cristo, fueron los primeros en llegar a Armenia para evangelizarla. Si ellos, por ser judíos, se hubieran limitado a evangelizar solamente a su nación, el evangelio nunca habría llegado a Armenia.

Hoy, cada uno de nosotros necesitamos convertirnos en verdaderos cristianos. No cristianos de nombre, sino de vida, de conducta. Necesitamos arrepentirnos de nuestros pecados, aceptar a Jesús como Señor, y convertirnos en verdaderos discípulos de Cristo. Y llevar este mensaje a cada hombre del mundo, sea nuestro amigo o nuestro enemigo. Los cristianos debemos volver a ser la luz de las naciones. Luz para para todas las etnias del mundo.

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