Cuando el Señor sacó a los israelitas de Egipto para llevarlos a una tierra en la que serían libres, una tierra en la que fluiría leche y miel, no les dijo que el camino sería corto ni que estaría libre de circunstancias difíciles. En el recorrido aún podrían faltar les cosas como el alimento y otras necesarias, y a veces imprescindibles.
Llegarían a la tierra que fluía leche y miel a través de un largo camino, de 40 años, en el que muchas veces padecerían cosas difíciles. Y en el que fueron formados por Dios. Pero finalmente llegaron, y allí el Señor comenzó a construir un pueblo propio, su nación ungida. No sin dificultades porque debían pasar por tribulaciones y escasez para ser formados en la fe.
Lo mismo ocurre con nosotros. No entramos en el cielo cuando le entregamos nuestra vida al Señor. Tenemos un largo camino por delante. Bendecido por su presencia y el auxilio del Espíritu Santo, que vive en nosotros, pero largo y no exento de dificultades, porque son las dificultades las que nos llevarán a crecer y a ser edificados en la fe y en nuestra vida. Un camino a través del cual el Señor nos formará a la imagen de Jesús. “A fin de conocerle, y el poder de su resurrección y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejantes a él en su muerte”, (Filipenses 3.10).
Es el Señor el que elige las circunstancias y situaciones de nuestra vida. Y debemos aceptarlas con fe, confiando en el Padre y en la presencia del Espíritu que nos guía en nuestra vida siempre, a pesar de las dificultades que se nos presenten, y que a la vez son las que nos edifican y forman.