Primavera

Silvia Himitian

21/03/2016

mujer triste

Silvia Himitian

 

Primavera… Casi otoño…

Que amenaza con transformarse

en el invierno de la historia.

Hoy hace dos días

que ha muerto la esperanza.

Aquella esperanza

que desde tiempos remotos

anidaba en cada ser sufriente.

Las sombras más densas han caído,

agobiando las almas.

Amanece.

La luz mortecina saca de sus lechos

a quienes no quisieran despertar.

Ya no hay un por qué…

Ya no hay una razón…

Y el nuevo día vuelve a confrontarlos

con la amarga realidad,

con la desesperada realidad

que el sueño, leve e inquieto,

había borrado por unas horas.

Pero aún falta algo:

perfumar el cuerpo y envolverlo.

Luego permanecerá para siempre

en esa sepultura.

Y un dolor agudo

se instala en el pecho

ante la posibilidad

de volver a contemplar

en ese rostro helado

la imagen de la muerte,

universal y definitiva.

Las figuras pálidas y oscuras

conforman una caravana desesperanzada.

Los pasos lentos, vacilantes.

La mirada perdida.

Los ojos ya sin lágrimas.

Y una profunda tristeza

que ha acallado las palabras.

Son sólo unas pocas mujeres.

A medida que se acercan

el dolor aumenta.

El dulce Jesús,

aquel que era la vida y el amor,

yace rígido y frío en una tumba.

Todo ha acabado.

La muerte ha prevalecido sobre la esperanza.

Como siempre…

Como ha venido sucediendo sin variar.

Se detienen todas a una vez.

Casi no respiran.

El corazón se les aprieta.

¿Por qué ha sido removida la piedra?

¿Quién ha profanado el lugar?

Y una se lanza,

tropezando en su carrera,

hasta el fondo de la tumba.

¡No está!

Es casi un alivio…

No soporta la idea

de volver a mirarle la cara a la muerte.

¿Qué han hecho con él?

¿Querrán exhibirlo otra vez

en ignominia y vergüenza ?

¿Quizás pretenden negarle

la dignidad de un entierro honorable?

Y el horror hace renacer el llanto.

Una larga figura se recorta

contra el hueco de la entrada.

¡Seguramente es el del agravio!

“Dime dónde lo has puesto

y me lo llevaré”.

De rodillas, con el rostro en el piso,

suplica.

Las lágrimas velan sus ojos.

No se oye sino un sollozo acongojado,

vencido, desesperado.

Parece un eco

del gran sollozo universal.

Compendia en sí el dolor

de todas las generaciones.

Es agonía y estertor de muerte.

Una voz clara, nítida,

quiebra el dolor

y lo destroza de un solo golpe.

“¡María!”

Y el nombre,

pronunciado por quien es la vida,

penetra las tinieblas y las aniquila.

Ella levanta la cabeza y sus ojos ven.

“¡Maestro !”… Y entiende.

La luz ha llegado para quedarse.

La vida ha atravesado la muerte

para convertirse en manantial

que se ha de volcar en otras.

Que las ha de sacar de sus muertes

para transformarlas en fuentes

que apaguen la sed

de las generaciones por venir.

En una cadena de vida.

En una continuidad sin fin.

Primavera en Israel…

Aquel que es la esperanza

ha subido como renuevo,

como raíz de tierra seca.

 

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