Silvia Himitian
Primavera… Casi otoño…
Que amenaza con transformarse
en el invierno de la historia.
Hoy hace dos días
que ha muerto la esperanza.
Aquella esperanza
que desde tiempos remotos
anidaba en cada ser sufriente.
Las sombras más densas han caído,
agobiando las almas.
Amanece.
La luz mortecina saca de sus lechos
a quienes no quisieran despertar.
Ya no hay un por qué…
Ya no hay una razón…
Y el nuevo día vuelve a confrontarlos
con la amarga realidad,
con la desesperada realidad
que el sueño, leve e inquieto,
había borrado por unas horas.
Pero aún falta algo:
perfumar el cuerpo y envolverlo.
Luego permanecerá para siempre
en esa sepultura.
Y un dolor agudo
se instala en el pecho
ante la posibilidad
de volver a contemplar
en ese rostro helado
la imagen de la muerte,
universal y definitiva.
Las figuras pálidas y oscuras
conforman una caravana desesperanzada.
Los pasos lentos, vacilantes.
La mirada perdida.
Los ojos ya sin lágrimas.
Y una profunda tristeza
que ha acallado las palabras.
Son sólo unas pocas mujeres.
A medida que se acercan
el dolor aumenta.
El dulce Jesús,
aquel que era la vida y el amor,
yace rígido y frío en una tumba.
Todo ha acabado.
La muerte ha prevalecido sobre la esperanza.
Como siempre…
Como ha venido sucediendo sin variar.
Se detienen todas a una vez.
Casi no respiran.
El corazón se les aprieta.
¿Por qué ha sido removida la piedra?
¿Quién ha profanado el lugar?
Y una se lanza,
tropezando en su carrera,
hasta el fondo de la tumba.
¡No está!
Es casi un alivio…
No soporta la idea
de volver a mirarle la cara a la muerte.
¿Qué han hecho con él?
¿Querrán exhibirlo otra vez
en ignominia y vergüenza ?
¿Quizás pretenden negarle
la dignidad de un entierro honorable?
Y el horror hace renacer el llanto.
Una larga figura se recorta
contra el hueco de la entrada.
¡Seguramente es el del agravio!
“Dime dónde lo has puesto
y me lo llevaré”.
De rodillas, con el rostro en el piso,
suplica.
Las lágrimas velan sus ojos.
No se oye sino un sollozo acongojado,
vencido, desesperado.
Parece un eco
del gran sollozo universal.
Compendia en sí el dolor
de todas las generaciones.
Es agonía y estertor de muerte.
Una voz clara, nítida,
quiebra el dolor
y lo destroza de un solo golpe.
“¡María!”
Y el nombre,
pronunciado por quien es la vida,
penetra las tinieblas y las aniquila.
Ella levanta la cabeza y sus ojos ven.
“¡Maestro !”… Y entiende.
La luz ha llegado para quedarse.
La vida ha atravesado la muerte
para convertirse en manantial
que se ha de volcar en otras.
Que las ha de sacar de sus muertes
para transformarlas en fuentes
que apaguen la sed
de las generaciones por venir.
En una cadena de vida.
En una continuidad sin fin.
Primavera en Israel…
Aquel que es la esperanza
ha subido como renuevo,
como raíz de tierra seca.